Diario Abierto

Martes, 27 de mayo del presente año

- Dime, ahora que el viento rasgó las velas, que el rayo prendió los mástiles, que la mar hundió el navío y nos encontramos, como niños sin infancia, sobre esta endeble balsa que amenaza con deshacerse y dejarnos sin asiento para nuestros pies, dime pues qué nos trajo hacia las aguas que salaron nuestros sueños, pudrieron nuestros ojos y convirtieron la sangre en hiel.

La razón no contestó. Es absurdo responder lo que ya sabemos, pero se hubiera agradecido tanto una mentira en la que creer.



domingo, 27 de abril de 2008

Penurias Parte II de II

Vistiendo enagua y dirigiéndome a la herrería que ya mis ojos atisbaban, será el punto de la narración en el que prosiga mis atribuladas andanzas, interrumpidas con la finalización de la primera parte, que soportan mi defensa.

Avanzada la tarde y encontrándose la fragua en los aledaños del poblado, me hallé pronto frente al herrero sin toparme con transeúntes. Prodiga este oficio hombres de robusta complexión y no era excepción aquel al que ahora hablaba esforzándome por demostrar buenas maneras y juiciosa mente, cosa harto complicada a tenor de aquellos ojos que tornáronse primero reventones al verme y mutaron a continuación en rendijas escrutadoras. Tengan los lectores en consideración que la penosa imagen de escuálido y canoso cuarentón, ataviado con tan solo prenda femenina y gastadas alpargatas, poco me ayudaba a ganarme su confianza.

Accedió a venderme las bisagras para el timón de popa, ya fuera por perderme de vista, o por no ser visto en mi compañía, pues de la tercera posibilidad, el temor, no tiene cabida aquí habida cuenta del desproporcionado tamaño de sus brazos que el mandil dejaba descubiertos, y el martillo, nada desdeñable, que aferraba su mano izquierda.
Pagando sin regatear el abusivo precio que pedía, dilapidé las últimas monedas que me restaban.

Charnelas al hombro encaminé mis pies hacia el embarcadero con el objetivo de hallar barquero que fiándose de mi palabra, sin cobrarme por adelantado como es costumbre, me llevase al bajel en donde le saldaría el importe.

Mi urticaria había remitido permaneciendo únicamente aislados brotes de picor, mi estómago, sin embargo, protestaba vehementemente preso de hambre atroz. Pero ya andaba cercano el final de tan aciago día, bastaba superar un diminuto e insignificante óbice que se interponía entre mi persona y el embarcadero, esto es, atravesar el pueblo.

Respaldado por las penumbras del ocaso, iba recorriendo las estrechas calles eludiendo a los escasos habitantes que transitaban, y ya me las prometía tan felices cuando, infame destino, descubrí que todos los caminos desembocaban en la plaza mayor. Concurrían allí no más de veinte personas que se componían de algunos comerciantes que, habiéndose demorado para aumentar sus ventas, recogían ya sus tenderetes, y un puñado de críos escandalosos.

El hambre se había sumado al frío y más acuciado por ellos que por mi carácter aguerrido, como sombra de fachada empecé a cruzar la plaza en sigiloso andamiento. Y bien lo hubiera conseguido de no sonar el estruendoso pozo vacío que era mi estómago, al que prosiguió las carcajadas de los infantes, preludio de los gritos de los restantes, estalló sinfonía de frutos y verduras estampándose contra mi cuerpo, paradójico es que siendo un pepino hortaliza relativamente barata, casi me cuesta un ojo de la cara. Con una manzana tuve más suerte, atrapándola antes de que me iniciara en los cantos de eunucos.

De la parálisis del espanto, me transformé en todo piernas, de los goznes siendo lastre, en el camino quedaron. Cansándose antes las reglas del decoro que mis pies, pronto dejaron de perseguirme, por lo que pude sentarme sobre la arena y permitir que el fuelle de mis pulmones se recobrase de la ímproba carrera.

Mi cuerpo se había desprendido del frío, y la manzana atrapada mitigaría la gazuza, bien es cierto que perdí las bisagras pero cuando se suman precariedades, se establecen prioridades. Hasta de la moralidad, quién me lo iba a decir, aparte de moratones saqué partido.

Era pues hombre contento el que mordisqueando la fruta se acercaba a la playa, dicha que con pronteza se esfumó abatida por la mirada fulminante de los barqueros, siempre hallamos ojos ajenos dispuestos a recordarnos nuestras miserias olvidadas.

Volví a ser consciente de la catastrófica imagen que representaba, para más inri con manzana mordida en mano, que si antes me sentí simulacro de Adán, ahora debía asemejarme más a Eva tentadora, cosa que en buena moza es llevadero, pero en viejo emporcado por tomates y costrosos rasguños, y luciendo peludas y flacas piernas bajo la enagua, me hacía parecer más un demente pervertido que personaje bíblico.

Ya me veía de nuevo nadando a brazo partido pero con el triste presagio de que mis exhaustas fuerzas acabarían satisfaciendo la necesidad de los escualos, poniendo con ello fin a la debacle de mi vida. Justo en aquel momento, alabada sea la fortuna, un esbozo de sonrisa entre tanto rostro amenazante, me permitió hallar barquero que, prestando oídos a mi petición, se aviniese a embarcarme.

Fue travesía harto incómoda, habiendo caído la noche bogaba silencioso aquel rufián sin quitarme ojo de encima, aviesas intenciones encontraba yo en su mirada, y cual virginal novicia, juntaba mis huesudas rodillas y desviaba la mirada ora hacia las estrellas, ora hacia las aguas, mientras predisponía mi ánimo para, cuando el ataque se produjera, afrontar cruento combate defendiendo mis posaderas de infames estandartes.

Mas he aquí la facilidad con la que yerran nuestros juicios, pues alcanzando bajel sin que diera lugar encarnizada lucha, rogóme el barquero con suma cortesía, el favor de abonarle sus servicios con la enagua que yo lucía. Sin dilación accedí a sus súplicas y de allí marchó con rostro feliz, sus orondas carnes rellenarían la prenda femenina en la intimidad de sus necesidades inconfesas.

Expuestos quedaron todos los infortunios que abarcan mi alegato justificando mi aspecto. Para mi torpeza, carezco de excusas. De la necedad hice necesidad, pues navío que surca a la deriva no requería timón, y al crujido que nos recuerda timón libre y roto, ratas, gaviotas y albatros, arañas, carcoma y yo mismo, habremos de acostumbrarnos.

Navegamos, o en mor a la verdad, las aguas nos navegan, hacia el huracán, la calma o los arrecifes, imposible marcar el rumbo pues nunca fuimos dueños de nuestro destino.

Excusadme ahora, mis queridos lectores, dejando que me cobije en el camarote para lamer mis heridas, lavar la inmundicia que pueda de mi cuerpo, y reposar para aliviar el cansancio físico, que para el otro, ya no hay reposo que valga.

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