Diario Abierto

Martes, 27 de mayo del presente año

- Dime, ahora que el viento rasgó las velas, que el rayo prendió los mástiles, que la mar hundió el navío y nos encontramos, como niños sin infancia, sobre esta endeble balsa que amenaza con deshacerse y dejarnos sin asiento para nuestros pies, dime pues qué nos trajo hacia las aguas que salaron nuestros sueños, pudrieron nuestros ojos y convirtieron la sangre en hiel.

La razón no contestó. Es absurdo responder lo que ya sabemos, pero se hubiera agradecido tanto una mentira en la que creer.



martes, 29 de abril de 2008

Presentes Parte II de II

Habíamos acabado la primera parte dudando acerca de, presunción nuestra, las posibles razones ocultas que motivaron a nuestro hombre en su predilección por escoger el abrigo de foca como regalo de San Valentín. Sin descartar la posibilidad del error de nuestras sospechas, proseguiremos barajando qué doblez se podría hallar oculto en el presente ofrecido. Es este el momento en el que se incorporan cientos, miles, cientos de miles de almas a nuestra historia.

En la Antártida la caza de focas se inicia a primeros de septiembre prolongándose hasta últimos de febrero.

El mayor número de capturas, más de un cuarto de millón, se produce con la llegada de los buques canadienses a las costas de Newfoundland y Península del Labrador en el mes de abril, en la época de cría, pues es esta última clase de piel la más demandada por la industria peletera. Crías de escasos meses, semanas e incluso aquellas con días sin llegar a destetar, supondrán más del noventa por ciento de las piezas cobradas por los cazadores. Desde que el mundo es mundo, en cualquier ámbito de la vida, es siempre la sangre de los más inocentes la que más abundantemente se derrama.

El hakapik esta compuesto de un palo largo y un pequeño pico metálico en su extremo, se usa como herramienta para romper hielo. El bichero está realizado con un palo de mayor longitud que el anterior y rematado con un gancho, sirve para atracar y desatracar embarcaciones. Sin embargo, ambas herramientas en manos de los cazadores, se utilizan para una misma función muy distinta al uso para el que fueron creadas, la parte roma de los palos es la que sirve para golpear los cráneos de los animales, la parte metálica resulta tremendamente útil para pinchar y así poder arrastrar sus cuerpos hasta las proximidades de los navíos, lugar donde serán desollados.

Dentro de su infortunio serán focas afortunadas aquellas que perezcan prontamente por los golpes del garrote, más de un cuarenta por ciento envidiarán su suerte pues, heridas y conscientes, sentirán el frío acero de los cuchillos mientras las despellejan, si para colmo de desgracias son machos, agregarán la agonía de la extirpación de sus órganos sexuales, muy solicitados por el mercado asiático para la elaboración de productos afrodisíacos.

Podríamos pensar que las focas abatidas por los disparos de rifles escaparán a posteriores suplicios, pero andaríamos errados, que de abatir a matar hay un abismo y su piel es demasiado preciada para perforarla en exceso, basta que el animal quede malherido y postrado, del resto de su destino ya estamos en condiciones de predecirlo.

Pero dejemos atrás estos parajes glaciales y carnes laceradas, porque los acontecimientos actuales en la vivienda de nuestras dos almas merecen ahora nuestra atención. Lo que tiene el hombre en la mano es el sobre que ella tomó de la encimera de la cómoda y supondremos bien al determinar que no se trata de un sobre cualquiera, de haberlo sido no habríamos acudido con inusitada prisa, lo que guarda es el presente con el que la mujer le está correspondiendo.


Son sencillamente dos papeles, como dos almas solitarias, para el espectáculo de esta tarde al que nuestra pareja acudirá junta, que no unida. Ella irá del brazo de su marido, que lo de ir cogidos de la mano es más propio de gente joven y matrimonios sin clase, y engalanada con su nuevo abrigo de piel de foca, que la ostentación requiere de la presencia de terceros y son los festejos lugares idóneos para acaparar las miradas y envidias del gentío.

Bajo el sol podemos imaginar sentadas alma y alma, que no almas, acariciadas por un aire que sostiene las notas de un pasodoble interpretado por una torpe banda municipal, trajes de luces sobre la arena, pues para festejo taurino son los papeles que vimos sacar del sobre.

Festival donde confluirán todas las almas de nuestra historia, almas vivas y difuntas, almas arrancadas en pretéritos agónicos para cubrir la fatuidad de otros pellejos más sórdidos, almas destinadas a perecer bajo tormento y almas regocijándose en padecimientos ajenos. Conjunción de dolor, de horror, de sinrazones, de sangre, vacíos, miserias y muerte.

Será esta noche, amparadas en la penumbra de su alcoba, donde nuestras dos almas principiadoras de nuestro relato de San Valentín, apaciguadas su sed de bambolla y crueldad, satisfarán otros apetitos más carnales, que para éstos no hay necesidad de sentimientos más elevados y con el instinto es suficiente.

Hemos quedado con nuestras interrogantes abiertas, e incluso hallaremos avispados lectores que se cuestionen el por qué desechando el uso del amplio abanico de antónimos, hemos preferido la reiteración abusiva de la negación que se encuentra tanto en la primera parte de nuestra narración, como en los pasajes de ésta segunda en que hablábamos de nuestros dos protagonistas. Para esta interrogante les proponemos plantearse que no es lo mismo y es distinto.

De nuestras otras dudas, de los posibles motivos recónditos que impulsaron a hombre y mujer, pues ésta se subió al carro de nuestras cábalas, en la elección de sus presentes, deberemos seguir conjeturando aunque presentimos una misma respuesta, que un abrigo de piel de foca y dos entradas para el festejo taurino, ni son lo mismo ni es distinto.

Presentes Parte I de II

Son dos almas las que inician nuestra pequeña historia del día de San Valentín. Ciertamente podríamos haber incluido mayor número de protagonistas, pues no resulta atinado el refranero popular al sentenciar tres como multitud, que en toda sociedad proliferan las bigamias y poligamias bien avenidas tanto si han sido legitimadas como si no. En todo caso, no siendo la promiscuidad y sus variantes el asunto principal de esta historia, retornamos nuestra mirada hacia nuestras dos almas, tan sólo dos, que inician, como decíamos, esta narración.

Una de las almas sobrepasa el medio siglo de existencia, no vive en la opulencia aunque su costoso traje y la suntuosidad de su morada nos delatan un caudal económico nada desdeñable, por este motivo no nos sorprenderá el regalo, que tenía escondido y vemos sacar del armario, con el que agasajará al segundo alma con quien cohabita y al que ahora observamos.

No ha alcanzado aún las cinco décadas y su vida ha sido cómoda en al menos estos últimos años, que manos tan cuidadas y desprovistas de callosidades no son habituales en quienes no son tan afortunados en las finanzas. Su vientre no es prominente ahora, pero bien henchido lo hubiéramos encontrado de hallarnos presentes durante las tres gestaciones que tuvieron lugar, y de los que el primer alma es el padre, o eso es lo oficialmente estipulado, no seremos nosotros los que cuestionemos sobre extremos que pudieran esconder matices escabrosos.

El primer alma, de género masculino como hemos concluido anteriormente, le acaba de entregar el presente a ella, que ella, madre y esposa, es el segundo alma de esta historia, no en importancia sino en aparición. Habiéndose convertido ya más en una costumbre que en ofrenda de amor, que esto del amor, sea cual fuere su interpretación pues cada cual lo entiende de distinto modo, no suele sobrevivir al paso del tiempo y transmuta en otros sentimientos más livianos y reposados, nos hace dudar acerca de las razones que indujeron a este hombre en la elección de este regalo y no otro.

Dispendioso regalo, todo hay que decirlo, pero no es la proporción económica un equivalente del amor, de magnates conocemos regalos de sortijas con diamantes y zafiros de exorbitante valor a queridas, que no amadas. No es el caso de este hombre, a pesar de no hallarse enmarcado y colgado en alguna pared el certificado que los acredita como matrimonio, sabemos a ciencia cierta que ésta y no otra, es su esposa.

Dudamos, y quizá con ello ofendamos a este hombre, porque presentimos que del amor que se profesaron sea cual fuere el sentido que aplicaron cada cual a tal término, solo quedan ya reminiscencias, dudamos porque es febrero, porque eligió regalarle un abrigo de piel de foca.

domingo, 27 de abril de 2008

Penurias Parte II de II

Vistiendo enagua y dirigiéndome a la herrería que ya mis ojos atisbaban, será el punto de la narración en el que prosiga mis atribuladas andanzas, interrumpidas con la finalización de la primera parte, que soportan mi defensa.

Avanzada la tarde y encontrándose la fragua en los aledaños del poblado, me hallé pronto frente al herrero sin toparme con transeúntes. Prodiga este oficio hombres de robusta complexión y no era excepción aquel al que ahora hablaba esforzándome por demostrar buenas maneras y juiciosa mente, cosa harto complicada a tenor de aquellos ojos que tornáronse primero reventones al verme y mutaron a continuación en rendijas escrutadoras. Tengan los lectores en consideración que la penosa imagen de escuálido y canoso cuarentón, ataviado con tan solo prenda femenina y gastadas alpargatas, poco me ayudaba a ganarme su confianza.

Accedió a venderme las bisagras para el timón de popa, ya fuera por perderme de vista, o por no ser visto en mi compañía, pues de la tercera posibilidad, el temor, no tiene cabida aquí habida cuenta del desproporcionado tamaño de sus brazos que el mandil dejaba descubiertos, y el martillo, nada desdeñable, que aferraba su mano izquierda.
Pagando sin regatear el abusivo precio que pedía, dilapidé las últimas monedas que me restaban.

Charnelas al hombro encaminé mis pies hacia el embarcadero con el objetivo de hallar barquero que fiándose de mi palabra, sin cobrarme por adelantado como es costumbre, me llevase al bajel en donde le saldaría el importe.

Mi urticaria había remitido permaneciendo únicamente aislados brotes de picor, mi estómago, sin embargo, protestaba vehementemente preso de hambre atroz. Pero ya andaba cercano el final de tan aciago día, bastaba superar un diminuto e insignificante óbice que se interponía entre mi persona y el embarcadero, esto es, atravesar el pueblo.

Respaldado por las penumbras del ocaso, iba recorriendo las estrechas calles eludiendo a los escasos habitantes que transitaban, y ya me las prometía tan felices cuando, infame destino, descubrí que todos los caminos desembocaban en la plaza mayor. Concurrían allí no más de veinte personas que se componían de algunos comerciantes que, habiéndose demorado para aumentar sus ventas, recogían ya sus tenderetes, y un puñado de críos escandalosos.

El hambre se había sumado al frío y más acuciado por ellos que por mi carácter aguerrido, como sombra de fachada empecé a cruzar la plaza en sigiloso andamiento. Y bien lo hubiera conseguido de no sonar el estruendoso pozo vacío que era mi estómago, al que prosiguió las carcajadas de los infantes, preludio de los gritos de los restantes, estalló sinfonía de frutos y verduras estampándose contra mi cuerpo, paradójico es que siendo un pepino hortaliza relativamente barata, casi me cuesta un ojo de la cara. Con una manzana tuve más suerte, atrapándola antes de que me iniciara en los cantos de eunucos.

De la parálisis del espanto, me transformé en todo piernas, de los goznes siendo lastre, en el camino quedaron. Cansándose antes las reglas del decoro que mis pies, pronto dejaron de perseguirme, por lo que pude sentarme sobre la arena y permitir que el fuelle de mis pulmones se recobrase de la ímproba carrera.

Mi cuerpo se había desprendido del frío, y la manzana atrapada mitigaría la gazuza, bien es cierto que perdí las bisagras pero cuando se suman precariedades, se establecen prioridades. Hasta de la moralidad, quién me lo iba a decir, aparte de moratones saqué partido.

Era pues hombre contento el que mordisqueando la fruta se acercaba a la playa, dicha que con pronteza se esfumó abatida por la mirada fulminante de los barqueros, siempre hallamos ojos ajenos dispuestos a recordarnos nuestras miserias olvidadas.

Volví a ser consciente de la catastrófica imagen que representaba, para más inri con manzana mordida en mano, que si antes me sentí simulacro de Adán, ahora debía asemejarme más a Eva tentadora, cosa que en buena moza es llevadero, pero en viejo emporcado por tomates y costrosos rasguños, y luciendo peludas y flacas piernas bajo la enagua, me hacía parecer más un demente pervertido que personaje bíblico.

Ya me veía de nuevo nadando a brazo partido pero con el triste presagio de que mis exhaustas fuerzas acabarían satisfaciendo la necesidad de los escualos, poniendo con ello fin a la debacle de mi vida. Justo en aquel momento, alabada sea la fortuna, un esbozo de sonrisa entre tanto rostro amenazante, me permitió hallar barquero que, prestando oídos a mi petición, se aviniese a embarcarme.

Fue travesía harto incómoda, habiendo caído la noche bogaba silencioso aquel rufián sin quitarme ojo de encima, aviesas intenciones encontraba yo en su mirada, y cual virginal novicia, juntaba mis huesudas rodillas y desviaba la mirada ora hacia las estrellas, ora hacia las aguas, mientras predisponía mi ánimo para, cuando el ataque se produjera, afrontar cruento combate defendiendo mis posaderas de infames estandartes.

Mas he aquí la facilidad con la que yerran nuestros juicios, pues alcanzando bajel sin que diera lugar encarnizada lucha, rogóme el barquero con suma cortesía, el favor de abonarle sus servicios con la enagua que yo lucía. Sin dilación accedí a sus súplicas y de allí marchó con rostro feliz, sus orondas carnes rellenarían la prenda femenina en la intimidad de sus necesidades inconfesas.

Expuestos quedaron todos los infortunios que abarcan mi alegato justificando mi aspecto. Para mi torpeza, carezco de excusas. De la necedad hice necesidad, pues navío que surca a la deriva no requería timón, y al crujido que nos recuerda timón libre y roto, ratas, gaviotas y albatros, arañas, carcoma y yo mismo, habremos de acostumbrarnos.

Navegamos, o en mor a la verdad, las aguas nos navegan, hacia el huracán, la calma o los arrecifes, imposible marcar el rumbo pues nunca fuimos dueños de nuestro destino.

Excusadme ahora, mis queridos lectores, dejando que me cobije en el camarote para lamer mis heridas, lavar la inmundicia que pueda de mi cuerpo, y reposar para aliviar el cansancio físico, que para el otro, ya no hay reposo que valga.

Penurias Parte I de II

Antes de que el escarnio se cebe sobre mi irrisorio cuerpo desnudo, herido y sucio en el que cubro la vergüenza con mis manos, permitidme alegar en mi defensa los motivos que, ajenos a mi voluntad, han acabado mostrándome ante vosotros en tan lamentable aspecto.

Siendo condición humana buscar culpables de nuestras desgracias, heme aquí, con índice acusador, señalando con una mano, pues la otra sigue tapando mis impúdicas partes, el origen de mis desventuras, los goznes del timón de popa. De nada sirven mis falanges acusatorias sin relatar los pormenores de tan desdichada odisea.

Me hallaba de mañana en el castillo de popa reposando plácidamente sobre la hamaca, cuando del codaste de la nave vino espantoso chirrido turbando mi paz, las bisagras oxidadas optaron por quebrarse liberando al timón, que, falto de sujeciones metálicas, bandeaba entre las aguas como Pedro por su casa. Contrariado por tener que ir a puerto para la adquisición de charnelas nuevas, me dirigí hacia la chalupa con el propósito de arriarla.

Ilusa la mente humana, pues la hambrienta carcoma había taladrado en el fondo del bote, un agujero del tamaño de un obús de la guerra del catorce. Careciendo de más falúas, se imponía calentar músculos, lanzarse al agua, previamente anudada la bolsa de monedas a una muñeca, y nadar como un descosido hacia la playa, que ya arrendaría barca para la vuelta. Generosamente alentado por las dentelladas de los escualos intentando apresar mis piernas, batí mi propio récord en alcanzar costa.

Extenuado, empapado, aterido y en atención hacia mis artríticos huesos, me despojé de la vestimenta extendiéndola sobre las ramas de un árbol próximo. Quiso la mala fortuna que, alarmado por el ruido de pasos cercanos, guarneciera precipitadamente mi cuerpo mondo y lirondo entre un frondoso arbusto, al que los doctos botánicos llaman rubus ulmifolius y más vulgarmente conocido como zarza, cuyas púas, doy fe de ello, carecen de piedad con la endeble piel humana. Percibiendo ya distante el sonido de las zancadas y venciéndome más el cansancio que los rasguños y el frío, dejéme cautivar por el sopor para entrar en el reino de Morfeo.

Amargo despertar el mío, no por la zarza, pues de ella logré salir salvando de cortes las partes más delicadas, sino por la ropa que tendí para secar, que ni seca ni húmeda se hallaba, de su estado habría que preguntarle a quien dejó, junto al árbol, un par de gastadas esparteñas.

De suerte que el monedero seguía prendido a mi muñeca derecha, pero resulta evidente que no era plan acudir al pueblo con atavío tan escaso, que hasta escaso es mucho hablar para un simulacro de Adán calzando vetustas alborgas.

Andaba sumido en tales pesadumbres y cavilaciones cuando la fortuna debió compadecerse de mi patética situación, pues oyendo nuevamente pasos, me parapeté tras unos matojos de los que, previamente, me había cerciorado visualmente de sus carencias espinosas. Habiéndome curtido en otras artes, de plantas ignoro. Sirva esto para justificar mi desconocimiento tanto de su nombre científico, urtica dioica, como de su nominación más común, ortiga mayor. De la urticaria que produce pueden dar testimonio mis concupiscentes partes, las cuales, por más que me pese, no logré salvar en esta ocasión.

Portaban las pisadas a mujer madura y curada de espantos, pues sólo así se entiende que no se diese a la fuga al asomar sobre los matorrales cabeza unida a torso desnudo y arañado de un servidor, y mano, que aun sin verse, se adivinaba en mi entrepierna rascando frenéticamente, cual sátiro insatisfecho, la comezón que me torturaba. Tuvo a bien la señora escuchar de mis desdichas y ruegos, más movida por el interés que por altruismo, todo sea dicho, pues a su mirada no había escapado el saquillo de los cuartos, que con moneda también se compran misericordias y perdones.

Me deshice en agradecimientos que mantuve hasta que la arpía desapareció de mi vista, la muy ladina aprovechándose de mi precaria situación, accedió a venderme prenda propia por mayor precio del que me hubieran costado dos jamones de bellota, pero cuando la adversidad aprieta del usurero besamos los pies.

Por fin pude abandonar los matojos y heme allí, mermado en dineros, con la piel rasgada, con urticaria galopante y hambriento estómago, pero notando pese a todo cómo retornaba el ánimo a mi cuerpo. Cualquiera que hubiese contemplado mi figura en aquel momento, firmemente plantado en la arena, mis brazos en jarras, el mentón levantado apuntando hacia donde quedaba el pueblo, y mis vergüenzas cubiertas, con una enagua, eso sí, pero cubiertas al fin y al cabo, cualquiera, como decía, ante aquella vigorosa estampa habría afirmado que vio determinación. Nunca deja de sorprender esta capacidad innata en el ser humano para adaptarse a los peores infortunios, y seguir sobreviviendo aunque nos dejemos atrás jirones de piel.

Avanzaba la tarde y sin perder tiempo, me puse en camino hacia la herrería donde habría de adquirir los goznes. De estas otras desventuras que me acaecieron será menester hablar en una segunda parte, pues siendo mi alegato tan extenso, si de un tirón lo narrase temo que fatigaría en exceso los ojos de mis lectores.

Llegados a este punto de la historia, ruego se medite en este inciso para que se tenga en mi favor, de cómo las necesidades ajenas, de las que tres han sido ya colmadas a mi costa, agravaron mis propias penurias.

Presencias

Con menos entusiasmo que un cerdo en su San Martín, he habilitado todo el espacio posible en cubierta para los preparativos del ritual carnavalesco que anualmente fustiga las ya deterioradas cuadernas de mi buque.

Sobre seis toneles de ron se asientan otras tantas tablas de madera que conforman la mesa para el banquete, alrededor de la cual he distribuido sillas, jamugas, tresillos y banquetas para acomodo de los comensales. Albatros, tiburones, gaviotas, ratas y hasta arácnidos, estos últimos reaparecidos desde que la bodega ha vuelto a cobijar provisiones, se muestran embelesados por las viandas que he dispuesto para satisfacer sus más diversos y selectos paladares.

Charlan, bromean, y ríen en armoniosa cordialidad mientras devoran los manjares que han dilapidado mis últimos cuartos, derroche absurdo por lo demás, habida cuenta que solo sirven para sustentar una tregua de falsedades, que mañana mismo sus colmillos y picos desgarrarán si les es posible, las carnes de quien con ahora se muestran hipócritamente fraternales. Y ni el anfitrión, mísero servidor en este caso, anda libre de que el albatros que hoy agradece y besa mi mano, no ande pensando en vaciarme los ojos.

Festín sobre cadáveres asados, cocidos y hervidos, engalanados de las más variadas guarniciones que nutren los estómagos pero no sacian otras hambres.

Los mástiles crujen, puede que azorados ante el inusual jolgorio que impregna hoy el bajel. Estruendosa e ilusoria paz, interludios por compromiso en guerras sin sentido, feria de vanidades en su máximo apogeo.

Presencias obligadas por eventos en los que ya no creo. Presencias de ambiciones, de envidias, de codicias, de vacíos. No son sus presencias las que me hieren, no son sus miserias las que me ahogan. No son las presencias que rodean mi mesa las que me torturan, sino las ausencias.

Ausencias de los sueños, que se quebraron, de los hijos, que no tuvimos, de los futuros, que se extinguieron, de los que se alejaron, que se añoran, de los que partieron, que sigo llorando. Ausencias que gritan, claman, permanecen, duelen. Ausencias que no se desvanecen. Ausencias provocando presencias. Ante todo, sobretodo, me faltas tú.
La memoria es el auténtico purgatorio que castiga nuestra alma.

La función debe continuar, he descorchado mi mejor vino, al menos fugazmente todos ahogaremos nuestras miserias con el contenido de cada copa; de hecho creo que lo vamos logrando, una de las ratas se ha puesto a bailar el charlestón, y eso que habitualmente la teníamos por tímida y comedida. El alcohol está surtiendo su efecto, no hay mejor amnésico para nuestras carencias.

Afortunadamente queda menos para que acaben estas infaustas fiestas.

viernes, 25 de abril de 2008

Pedazos

Caí. Apenas fueron unos segundos. Hallaba sentido a mi existencia en el rubio fluido de la cerveza, y de golpe, todo terminó. Se me arrancó la vida en un instante. Caí. Sobre el sucio suelo del bar, dónde si no, yo, que acabé viviendo entre alcohol y soledades.

Todos volvieron sus rostros, sus ojos hacia mí, pero ya era tarde. Hay finales que avisan de su llegada, el mío fue brutal, fulminante. En este mi trágico instante, abatido, acabado, destrozado, me sumerjo en el recuerdo.

El recuerdo de las miradas que no habré más de ver, aquellas que reflejaban su dicha y desdicha en mi ser, las que soñaban con glorias pasadas y las que se sumían en la derrota, las que carecían de rumbo y las que ansiaban el olvido, las que buscaban sin hallar, las que hallaban sin encontrar.

El recuerdo de los labios. Los que me besaron con una sonrisa, los que me besaron con amargura, los apasionados, los fríos, los que eran suaves, jugosos, sensuales, los rudos, los secos y los ambiguos. Labios que no requerían palabras para que los entendiera.

El recuerdo de las manos. Las que me acariciaron y las que me aferraron, las firmes y las temblorosas. Las castigadas por el trabajo, las tersas y cuidadas. Las que vacías intentaban aferrar trenes perdidos y ayeres muertos.

He compartido las mayores alegrías y tristezas. He llorado y reído, he soñado y despertado, he renacido y vaciado cientos de veces junto a ellos. Sabores, sinsabores. Pasado.

No habrá más ojos cómplices, ni labios que me besen, ni manos que me toquen, no habrá más soledades compartidas. Nadie que me llore. Adrián, el dueño del bar, quien tantas veces me acarició con cariño sacando brillo a mi alma, se acerca con ceño fruncido a mi cadáver, mil fragmentos quebrados de las vidas que me conformaron.

Dedos torpes me dejaron escapar. Caí. El llanto me inunda a través de la cerveza que humedece mis pedazos de vidrio roto que Adrián, contrariado, agrupa en el recogedor. Todo acabó para mí. Caí.

miércoles, 23 de abril de 2008

Buscando un nuevo rincón

Ante todo, mis más sinceras gracias a los compañeros que me han brindado su apoyo y su amistad. Los que me habéis ayudado a encontrar este nuevo rincón donde poder seguir en contacto con vosotros y compartir nuestras letras.

Lamentables son las circunstancias que, como desterrados unos y hastiados otros, nos obligaron a partir en busca de parajes más gratos donde intentar recuperar la magia que otros rompieron.

Para los que no me conozcan, poco perderéis aquellos que sigan la navegación olvidando su paso por este risco, para los que vuelvan quede constancia de mi gratitud, que siendo persona seca, no por ello soy ingrato.

Queda parco mensaje de entrada, pero cuando lo principal está dicho, el cúmulo de palabras sería carcasa vacía.

Que los vientos nos favorezcan a todos y la vida nos permita el suficiente aliento y respiro para refugiarnos en estos rincones virtuales.