Diario Abierto

Martes, 27 de mayo del presente año

- Dime, ahora que el viento rasgó las velas, que el rayo prendió los mástiles, que la mar hundió el navío y nos encontramos, como niños sin infancia, sobre esta endeble balsa que amenaza con deshacerse y dejarnos sin asiento para nuestros pies, dime pues qué nos trajo hacia las aguas que salaron nuestros sueños, pudrieron nuestros ojos y convirtieron la sangre en hiel.

La razón no contestó. Es absurdo responder lo que ya sabemos, pero se hubiera agradecido tanto una mentira en la que creer.



domingo, 27 de abril de 2008

Penurias Parte I de II

Antes de que el escarnio se cebe sobre mi irrisorio cuerpo desnudo, herido y sucio en el que cubro la vergüenza con mis manos, permitidme alegar en mi defensa los motivos que, ajenos a mi voluntad, han acabado mostrándome ante vosotros en tan lamentable aspecto.

Siendo condición humana buscar culpables de nuestras desgracias, heme aquí, con índice acusador, señalando con una mano, pues la otra sigue tapando mis impúdicas partes, el origen de mis desventuras, los goznes del timón de popa. De nada sirven mis falanges acusatorias sin relatar los pormenores de tan desdichada odisea.

Me hallaba de mañana en el castillo de popa reposando plácidamente sobre la hamaca, cuando del codaste de la nave vino espantoso chirrido turbando mi paz, las bisagras oxidadas optaron por quebrarse liberando al timón, que, falto de sujeciones metálicas, bandeaba entre las aguas como Pedro por su casa. Contrariado por tener que ir a puerto para la adquisición de charnelas nuevas, me dirigí hacia la chalupa con el propósito de arriarla.

Ilusa la mente humana, pues la hambrienta carcoma había taladrado en el fondo del bote, un agujero del tamaño de un obús de la guerra del catorce. Careciendo de más falúas, se imponía calentar músculos, lanzarse al agua, previamente anudada la bolsa de monedas a una muñeca, y nadar como un descosido hacia la playa, que ya arrendaría barca para la vuelta. Generosamente alentado por las dentelladas de los escualos intentando apresar mis piernas, batí mi propio récord en alcanzar costa.

Extenuado, empapado, aterido y en atención hacia mis artríticos huesos, me despojé de la vestimenta extendiéndola sobre las ramas de un árbol próximo. Quiso la mala fortuna que, alarmado por el ruido de pasos cercanos, guarneciera precipitadamente mi cuerpo mondo y lirondo entre un frondoso arbusto, al que los doctos botánicos llaman rubus ulmifolius y más vulgarmente conocido como zarza, cuyas púas, doy fe de ello, carecen de piedad con la endeble piel humana. Percibiendo ya distante el sonido de las zancadas y venciéndome más el cansancio que los rasguños y el frío, dejéme cautivar por el sopor para entrar en el reino de Morfeo.

Amargo despertar el mío, no por la zarza, pues de ella logré salir salvando de cortes las partes más delicadas, sino por la ropa que tendí para secar, que ni seca ni húmeda se hallaba, de su estado habría que preguntarle a quien dejó, junto al árbol, un par de gastadas esparteñas.

De suerte que el monedero seguía prendido a mi muñeca derecha, pero resulta evidente que no era plan acudir al pueblo con atavío tan escaso, que hasta escaso es mucho hablar para un simulacro de Adán calzando vetustas alborgas.

Andaba sumido en tales pesadumbres y cavilaciones cuando la fortuna debió compadecerse de mi patética situación, pues oyendo nuevamente pasos, me parapeté tras unos matojos de los que, previamente, me había cerciorado visualmente de sus carencias espinosas. Habiéndome curtido en otras artes, de plantas ignoro. Sirva esto para justificar mi desconocimiento tanto de su nombre científico, urtica dioica, como de su nominación más común, ortiga mayor. De la urticaria que produce pueden dar testimonio mis concupiscentes partes, las cuales, por más que me pese, no logré salvar en esta ocasión.

Portaban las pisadas a mujer madura y curada de espantos, pues sólo así se entiende que no se diese a la fuga al asomar sobre los matorrales cabeza unida a torso desnudo y arañado de un servidor, y mano, que aun sin verse, se adivinaba en mi entrepierna rascando frenéticamente, cual sátiro insatisfecho, la comezón que me torturaba. Tuvo a bien la señora escuchar de mis desdichas y ruegos, más movida por el interés que por altruismo, todo sea dicho, pues a su mirada no había escapado el saquillo de los cuartos, que con moneda también se compran misericordias y perdones.

Me deshice en agradecimientos que mantuve hasta que la arpía desapareció de mi vista, la muy ladina aprovechándose de mi precaria situación, accedió a venderme prenda propia por mayor precio del que me hubieran costado dos jamones de bellota, pero cuando la adversidad aprieta del usurero besamos los pies.

Por fin pude abandonar los matojos y heme allí, mermado en dineros, con la piel rasgada, con urticaria galopante y hambriento estómago, pero notando pese a todo cómo retornaba el ánimo a mi cuerpo. Cualquiera que hubiese contemplado mi figura en aquel momento, firmemente plantado en la arena, mis brazos en jarras, el mentón levantado apuntando hacia donde quedaba el pueblo, y mis vergüenzas cubiertas, con una enagua, eso sí, pero cubiertas al fin y al cabo, cualquiera, como decía, ante aquella vigorosa estampa habría afirmado que vio determinación. Nunca deja de sorprender esta capacidad innata en el ser humano para adaptarse a los peores infortunios, y seguir sobreviviendo aunque nos dejemos atrás jirones de piel.

Avanzaba la tarde y sin perder tiempo, me puse en camino hacia la herrería donde habría de adquirir los goznes. De estas otras desventuras que me acaecieron será menester hablar en una segunda parte, pues siendo mi alegato tan extenso, si de un tirón lo narrase temo que fatigaría en exceso los ojos de mis lectores.

Llegados a este punto de la historia, ruego se medite en este inciso para que se tenga en mi favor, de cómo las necesidades ajenas, de las que tres han sido ya colmadas a mi costa, agravaron mis propias penurias.

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